Crítica de Cuando el viento sopla por MrPenguin

"Radioactive dust, falling where the wind blows it, will bring the most widespread dangers of all." De esa espeluznante frase, contenida en los folletos de la campaña 'Protect and Survive' durante la Guerra Fría, es de donde surge el título de 'When the Wind Blows', uno de los relatos animados más demoledores, angustiosos y, al mismo tiempo, cercanos —con permiso de 'La tumba de las luciérnagas' e 'Hiroshima'— que se hayan realizado jamás sobre las secuelas de un ataque nuclear. Los horrores de la guerra conjugados con la afable cotidianidad que dirige las vidas de Jim y Hilda Bloggs, una entrañable pareja de jubilados cuya apacible rutina diaria, retratada aquí en tono de inocente comedia costumbrista, se verá interrumpida cuando Jim, ante los avisos que vaticinan un inminente bombardeo, decida construir un refugio atómico en su propia casa. Una incierta tarea que provocará que toda esa candidez inicial, si bien no se acabe de perder del todo, se intercale con la cruda realidad que el estallido de cualquier guerra trae consigo.

La película, basada en el cómic homónimo de Raymond Briggs, utiliza ese contraste para poner el foco sobre todos aquellos que, totalmente ajenos a las decisiones tomadas por los que mandan, acaban sufriendo sus consecuencias bajo utópicas promesas de futuro. Con un colorido estilo de animación tradicional como escenario, la historia irá jugando constantemente con ese vaivén de extremos opuestos donde el infinito optimismo de Jim y Hilda, sustentado por la confianza ciega que tienen en el gobierno de su país, les llevará a seguir las estériles directrices indicadas en unos panfletos de supervivencia —como el mencionado 'Protect and Survive'— cuyo objetivo real no parece otro que el de instaurar una falsa sensación de seguridad en los ciudadanos. Desoladora paradoja, vestida de sátira política, que enfrenta la ternura con el horror; la vida con la muerte y, en definitiva, la inconsciencia de unos con la ingenuidad de aquellos cuyo único error, como el de tantos otros, fue creer en los que inician las guerras desde la comodidad de sus despachos.